Hubo un tiempo en el que Roman Abramóvich ejerció de director deportivo del Chelsea de facto. Su operación más personal, aquella que le acarreó más disputas con los asesores que componían la secretaría técnica, fue el fichaje de Fernando Torres en 2011. Los empleados del club le recuerdan inquieto por las oficinas persiguiendo a todos aquellos que le advertían de que gastarse 60 millones de euros en Torres era una pésima idea. Armado de un ordenador portátil, iba en busca de los detractores para mostrarles los vídeos del último gol del entonces delantero del Liverpool. Cierto día, uno de los técnicos más críticos con Torres se quedó pasmado cuando el ruso —por entonces el hombre con más liquidez del planeta— le miró sin pestañear y serio como un rabino le hizo una confesión: “Yo empecé mis negocios comprando una fábrica de juguetes; si con eso me he hecho rico, ¿cómo no voy a saber si un futbolista es bueno?”.
Abramóvich nunca se aburrió de ser el dueño del Chelsea pero se hartó pronto de los devaneos de la dirección deportiva y de las estrecheces de la vida cotidiana en la sede de Stamford Bridge. No tardó en nombrar a una delegada con poderes plenipotenciarios: Marina Granovskaia, su primera socia en el emprendimiento de fabricación y venta de muñecas de plástico en el Moscú de la Perestroika.